Por Osvaldo Agustín Marcón
Aunque autores europeos como Castell o
Rosanvallon ubican la génesis de la cuestión social (los problemas sociales) en
la relación capital-trabajo, pensadores como Kusch o Mariátegui subrayan, en
sus ideas sobre el caso latinoamericano, la preeminencia del sometimiento
cultural a manos de potencias extranjeras. En esta línea de pensamiento, la
conquista española causa el primer gran quiebre sociocultural. Si bien ambas
visiones aportan a la comprensión de esa cuestión social en el campo de las
infancias, adolescencias y juventudes locales, conviene advertir que en estos
asuntos es decisivo el peso de la cuestión cultural.
En tal sentido, durante el último siglo se
desplegó sobre los grupos infanto-juveniles un abanico de intervenciones
caracterizadas por distintas mixturas de represión y piedad, caridad y
filantropía, reconocimiento de derechos y violaciones a los mismos. Aunque en
distintos grados, esas prácticas estuvieron atravesadas por la matriz
autoritaria-etnocéntrica que contenía la pretensión de unos por lograr en los
niños (adolescentes y jóvenes) cambios arbitrariamente considerados correctos
(ergo: “normales”). No obstante, y aunque así caracterizadas, algo del orden de
lo amoroso (lo que no necesariamente significa amor) se filtraba en estas
relaciones de normalización. Pero con el resurgimiento del neoliberalismo
noventista y sus estructuras nacionales e internacionales, materiales y
simbólicas, aun ese “algo amoroso” ya de por sí precario y discutible, fue
debilitándose a manos de diversas pulcritudes técnico-profesionales. A nivel de
conductas sociales, dominó con nitidez el no siempre confesado pasaje del supuesto
amor por los niños al odio hacia los “menores”, con lo que estos últimos
perdieron definitivamente aquella condición (de niños) en la consideración de
vastos sectores sociales. Así, estos “menores” se transformaron, ante los ojos
de estos grupos sociales, en abanderados de “los negros de m...”, expresión que
no refiere a una raza en particular sino a “los pobres” (estructurales).
Dicho separatismo reproduce, con sus
particularidades, la antinomia nacional originaria, ya contenida en el proceso
de la Revolución de Mayo pero enraizada en la Conquista. En él reaparece la
fuerza de la intolerancia cultural, aún más allá de lo económico tal como lo
mostrara para otro periodo histórico, por ejemplo, la tradicional película
“Gatica, el Mono”, de Leonardo Favio. El tutelarismo en el campo de las
infancias expresó lo “compasivo-represivo” (G. Méndez) durante gran parte del
siglo XX. Los resultados de esa ecuación fueron tortuosos pues lo compasivo,
polémico en sí mismo, fue devorado por lo represivo-hegemónico. Devenir
histórico mediante, incluyendo la emergencia de la Convención Internacional de
los Derechos del Niño y otros acuerdos internacionales, el relato referido a
este campo fue cooptado por la responsabilización penal cuando de hechos
delictivos se trata. La nueva ecuación pretende superar la anterior pero se le
parece en lo tortuoso de la intolerancia cultural básica. Aquí la
responsabilización, también polémica (pues no se trata de un término neutral),
tiende a ser fagocitada por lo penal hegemónico con lo que, en algunos
sentidos, sigue expresando aquella matriz etnocéntrica originaria. La elevada
noción de la responsabilización mediante un juicio justo cae pues no viene
substancialmente unida, dentro de la misma idea, a garantías sobre las
condiciones culturales y materiales necesarias para su realización. En la
propia matriz de pensamiento está débilmente garantizado lo cultural y lo
material por lo que rápidamente se diluye cuando la idea afronta la
cotidianeidad de los hechos, quedando duramente instituido lo que sí goza de
férreas garantías: lo penal-represivo mimetizado tras medidas supuestamente
socioeducativas.
Por todo ello, sobre la responsabilización
penal y, también, sobre la protección integral a la niñez cabe generar un
relato que se enmarque en el esfuerzo más general orientado a desalojar
definitivamente el autoritarismo etnocéntrico. Esta prepotencia cultural
funciona como obstáculo difícil de salvar. Opera a título de mandato sobre las
distintas formaciones (profesionales, policiales, etc.) que tienen a su cargo
el contacto directo con los problemas emergentes. Ya nadie discute que los
avances del garantismo penal deben ser tenidos en cuenta en este campo, pero
ellos pierden su esencia cuando pretenden ser extrapolados mecánicamente, perdiendo
de vista que el paradigma que pugna por nacer es el que instaura la Teoría de
los Derechos Humanos del Niño como Teoría de la Justicia. Y ya es inadmisible
pensar desde América Latina en Derechos Humanos sin hacer el esfuerzo de
situarlos culturalmente.
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